Volví un día más a ese río que tanto me gusta pescar, a ese rincón donde abunda la soledad y yo, ciertamente, me siento agusto en la misma. El día es un día como cualquier otro. Nubes, claros, algo de frío, pero ni una gota. Vaya primavera!!
Voy ribera abajo, pescando, tranquilo, escuchando los pájaros. Llego hasta un desfiladero, donde las montañas se juntan mucho y el río baja muy apretado, estrecho, pero profundo. Nunca me había atrevido a pasar de este punto. Según me acerco un sentimiento de intranquilidad se apodera de mi. Lo que antes eran pajaritos piando, ahora son unos grajos negros como el carbón.
Poco a poco consigo atravesar el desfiladero, salvando rocas y jugandome el tipo un par de veces. Ahora el río fluye por un pequeño valle, sigue siendo profundo, pero transitable, al menos por la orilla, por donde discurre un pequeño sendero, sendero que en la estrechez del cañón había desaparecido, para reaparecer ahora de la nada. En una de las orillas hay una enorme casa de piedra. ¡Demonios! ¿quién pudo vivir ahí? ¡vaya tamaño que tiene!
Sin haberme quitado de la cabeza la duda del inquilino de la casa, observo que he llegado hasta una zona donde el valle se abre y las montañas se alejan una de la otra. El río ensancha y se vuelve poco profundo. Lo cruzo y al llegar a la margen contraria, descubro que el sendero se ha convertido en un ancho y cuidado camino. Pero un camino que va a dar a ¿dónde? No entiendo nada, una casa enorme y un cuidado camino en mitad de la nada, en mitad de... ¡ostias!, no sé siquiera donde estoy.
Avanzo por el camino, río abajo, intentando descubrir su principio y de repente rocas, enormes rocas surjen entre los robles. Son rocas solitarias, una aquí, otra allí, redondas y enormes, gigantes... ¡Ya está!, ya sé dónde estoy, en el país de los gigantes. He descubierto una entrada al país de los gigantes y éstos no pueden salir de él porque el desfiladero solo puede ser atravesado por seres pequeños, como yo. Y estas rocas seguro que forman parte de un juego de gigantes, algo así como los bolos celtas pero a lo enorme.
No veo a ninguno de estos enormes seres y si se acercaran los escucharía con tiempo suficiente para salir corriendo hacía el desfiladero, así que decido ponerme a pescar en su río, ese río que antes era pequeño y estrecho y ahora es ancho y apacible.
Siendo éste un río del país de los gigantes, supongo que sus truchas serán gigantes, por lo que pesco muy animado e ilusionado, soñando, iluso de mi, en un enorme pez, llegando en mis delirios a pensar que mi cañita será insuficiente o incluso que puede que corra peligro mi vida vadeando un río con peces de este tamaño.
Pues nada de eso. Al otro extremo del nylon, lucha si, colosalmente, una truchita de poco más de un palmo. ¡Vaya desilusión! Arriesgo mi vida en el desfiladero, pesco temoroso pensando que en cualquier momento un gigante me lanzará una de esas rocas por pescar su río y resulta que, en el país donde todo es gigante, saco lo que seguramente es la trucha más pequeña de las que allí viven.
Opto por recoger mi caña y volver sobre mis pasos. La noche está cayendo y trepar a oscuras las rocas no me hace mucha ilusión. Al cruzar el desfiladero vuelvo a ver a los grajos negros, allí, mirándome fijamente. Están esperando a ver si me despeño para luego aprovechar mi cadáver. En una de las planas e inclinadas rocas resbalo por toda ella hasta su borde. Un poco de musgo me frena. El corazón se quiere salir del pecho. ¡Malditos pajarracos negros!, hoy no me vais a comer los ojos.